miércoles, 4 de abril de 2012

La tercia

Para: Diago

El día es más cálido hoy, logro percibir el amanecer aun cuando mi cuerpo reposa sobre el hielo, mi cabeza se apoya en una roca y tengo visto húmedos trajes. Tengo ganas de cantar, de elaborar hermosas melodías y bailar.

Diago, en estos momentos, cuando recibo por parte de Lewis las primeras palabras del día y la llegada de la tercia, añoro el periodo de otoño. Recuerdo una fecha en especial: Eran tiempos de paz gracias a los acuerdos que firmaron el Rey de Alijas y vuestro Rey, Felipe. Se organizó un baile en su honor. El Príncipe de Alijas estaba presente, y su madre, Leonor. Me causad mucho carcajeo porque mi prima y yo le gastamos bromas a los dos, como aquella cuando pusimos una pequeña porción de especias a la bebida de la Reina y ésta se puso colorada, su garganta comenzó a picar y gritaba por agua. Era incontrolable las risas de la corte en pleno banquete.

No me juszgueis, amado Caballero, eran tiempos de juegos e inocencia.

Esa mañana, mi madre me había regalado unas zapatillas nuevas, quería usarlas, las había mandado a traer de Francia especialmente para mí. Brillaban como luciérnagas, pero eran duras. Sabía que no podría bailar toda la noche, aun así las usé, preferí pasar por alto las advertencias de mi subconsciente. Ciertamente, mis pies se incomodaron y salí del gran salón en busca de un lugar de descanso.

Diago, en el bosque, a las afueras del castillo, había un árbol, el más hermoso. Medía varias brazas, tenia enormes ramas y sus hojas eran frondosas. Sus largas raíces eran mi cama en tiempos de guerra. Las pequeñas lágrimas empapaban los brazos, jugaba entre ellas y existía una mágica unión entre este ser la naturaleza y yo. Alguna vez vos preguntasteis por qué ese árbol. Por qué cuando el invierno llegó aun seguía bajo aquel árbol, estática. Dicen que las hadas vivían allí, que con hechizos lograron capturar a mil princesas y les robaron su belleza. Los duendes llenaron de fortunas los troncos y lo que brillaba, y se podia ver a lo lejos, era oro.

En los días de sol, corría por los pasillos del castillo sin imaginar que algún día ese árbol en donde dormía en tiempos de hambruna se secaría. Adoraba dormir entre las raíces, viendo caer las hojas; pero le dolían a las ramas. Sí, era egoísta pedirle a la tierra que se detuviera allí, en otoño. Era egoísta disfrutar del jugar entre las hojas cuando mis pies, cansados, saltaban y rompían lo que quedaba de ellas, y entonces llegó.

Ahora duermo en la fría y blanca nieve, pero Lewis me ha enseñado a dibujar, mira como pasan las cosas, amado, dejé el arte de engañar a el tiempo y ahora dibujo sobre él.

Os prometo contar si me alcanza el papel, la tinta … la vida.

Estela.

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