Son las
constantes suspensiones en el espacio lo que provocan las repetitivas nauseas,
las ganas de expulsar las pasiones a través
de un agujero negro, los fríos y los silencios.
Estos
espacios de tiempo en donde la indiferencia parece que se apodera de los dedos
y palabras. El desfallecimiento por los constantes movimientos de estas
pequeñas esperanzas llenas de grandes quebrantos, descansos de
medio tiempo. Así, para calmar, para darle paso al aire a llenar los pulmones
para luego hundirse otra vez y volver a luchar contra marea, a jugar a estar
seguro que se va a morir, teniendo la certeza que esta vez sí se va a morir. La última
lucha, los últimos segundos viendo aquella luz que tiembla entre las olas y la
maldita hipoxia que continuará ajustando cuentas con un cuerpo tembloroso, por
el frío, por los silencios.
Y entonces
sólo queda una opción, la misma que las otras veces. Quedarse quieto y esperar
a que explote; a la espera de la trombosis que quizás te haga
explotar. Y el ciclo se repite. Tu cuerpo no es el mismo, tus sentidos se
adormecen cada vez más. Estar a flote viendo el sol y oyendo los buitres volar no parece tan agradable como antes.
La espera. Esperar a que jale otra vez la pequeña y oscura compasión.
Los “medio tiempo” se vuelven desagradables.
"Medio tiempo", desagradable prefacio a la compasión.
"Medio tiempo", desagradable prefacio a la compasión.
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